1 de octubre de 2015

Sin entusiasmo

Hoy fui a cubrir una marcha en el Centro de Lima y lejos de despertar mi entusiasmo, lo apagó. Años atrás me hubiera solidarizado con su lucha y me hubiera conmovido con las historias de los niños afectados con plomo en la sangre.

Pero ahora no. Y sé que es grave, estoy perdiendo sensibilidad. Hace mucho tiempo que nada me causa indignación.

Tal vez sea resignación y cinismo. Porque el mundo es un lugar horrible y cada intento para hacerlo mejor muere heroicamente o se desvanece lentamente hasta que se olvida.

A lo largo de la historia se han registrado tanto intentos porque las cosas cambien, pero en esencia, nunca cambian. Las revoluciones hacen caer tiranos solo para colocar a un tirano nuevo. Las viejas leyes conservadoras solo son abolidas muy tarde, cuando ya no representan una amenaza a los conservadores. Las exigencias ambientales solo se aprueban cuando los inversionistas creen que es oportuno, no cuando las personas contaminadas las necesitan.

Entonces, ¿para qué protestar si no va servir de nada? ¿Para qué hacer firmar un acta de compromiso que meses después el Gobierno no cumplirá?

Porque es mejor intentarlo que resignarse, es mejor morir con dignidad que vivir de rodillas. Así habría contestado antes. Hoy esas frases ya no tienen la convicción suficiente.

Las cosas que vi en la marcha no ayudaron: periodistas haciendo preguntadas cojudas, fotógrafos buscando la imagen más lastimera para saciar su amarillismo, manifestantes figuretis que se emocionaban cuando tenían un microfóno en la boca y un par de políticos titiriteros que controlaban la protesta a su antojo.

Ojalá que mañana pueda alejar la displicencia de mi mente.